Charles Citrine intenta conjugar su permanente aspiración a una conciencia superior con los innumerables problemas prácticos que le provoca su inconfesada admiración por los hombres de acción, como el mafioso Rinaldo Cantabile, o Julius Citrine, su triunfador hermano, y deambula por el Chicago de los años setenta como un moderno peripatético, con la sensación de que sólo su añorado Humboldt podría sacarlo del marasmo en que se encuentra.