Confundiéndose con los sueños un todoterreno avanzó en paralelo al cauce del río, giró a la derecha y atravesó el Pont Neuf hasta detenerse delante del paso de cebra. Allí parado, al ralentí, la luz del semáforo proyectó sobre las pupilas del conductor un haz de gotas rojas y brillantes, apareciendo y desapareciendo al ritmo del limpiaparabrisas. Desde lo alto, las nubes opulentas se concedieron una tregua, dejando que algunas gotas volanderas demorasen la llegada a su último destino. Pero como todo el mundo sabe lo importante no es la caída, sino el aterrizaje, y al cabo esas gotas de lluvia fueron estrellándose contra la piel dura y fría del asfalto. En pocas palabras: era una noche cruda de invierno, difícil incluso para los perros y los vagabundos más aguerridos.