La autora se ha adscrito en esta novela a una suerte de rememoración de las estirpes y de la literatura oral que pasa por ser la parte más representativa de la narración, y ello hasta el punto de que, en cierta manera, puede leerse esta novela como una suerte de reivindicación de estos mundos cada vez más difusos y que se encaminan hacia su desaparición. Contar con esta intención implica una inmersión en un lirismo a veces despiadado que se enfrenta al realismo más convencional porque éste último no sirve, en última instancia, para encontrar un sentido a la invocación de las sagas familiares. Porque, en realidad, de eso se trata. De ahí el diálogo entre Fernanda y Herenia que realizan la función de la memoria colectiva. Pero la novela se desparrama en otros sentidos y ello a pesar de su magra extensión. Es, por ejemplo, una narración realista de los avatares de una familia emigrante a lo largo de tres generaciones y, también, y no en último término, una búsqueda por un paisaje determinado, el de Madrid, que se muestra como el único lugar en que este retablo de maravillas y desgracias puede acontecer justo de esa manera y no otra.
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