Durante los veintiséis años del pontificado del polaco Karol Wojtyla (más conocido como Juan Pablo II), la población mundial aumentó en dos mil millones. A una cifra tal había llegado nuestra especie en 1930, después de millones de años de existencia sobre la Tierra. Nadie más responsable de ese aumento desmesurado que él, que anduvo por ciento treinta países de los cinco continentes predicando contra el control natal, llamándose defensor de la vida porque defendía un óvulo fecundado por un espermatozoide, el zigoto, que tiene el tamaño de una amiba.
Hoy somos siete mil millones y el daño hecho es irreparable. Esta es la última de las más grandes infamias de la Iglesia. Las ocho cruzadas que devastaron la llamada Tierra Santa, el exterminio de las civilizaciones indígenas de América, la oposición a la libertad de conciencia y de palabra y a todo avance de la ciencia, la cohonestación de la esclavitud, la degradación de la mujer, la Inquisición, he ahí otras, a las que hay que sumarles su indiferencia ante la suerte desventurada de los animales.
Los albigenses, a quienes el papa Inocencio III, el hombre más poderoso de su tiempo, exterminó porque le enrostraban sus riquezas, llamaron a la Iglesia de Roma «la puta de Babilonia», tomando la expresión del Apocalipsis. Dos milenios lleva delinquiendo, impune, abusando de la credibilidad del rebaño y gozando de su impúdica riqueza. La puta de Babilonia, por lo pronto, le levanta el sumario de sus más grandes crímenes, cuestionando de paso la existencia de un Ser Supremo que de existir los ha permitido, sin que haya servido hasta ahora en lo más mínimo el sacrificio de su único Hijo.