En cualquier ciudad en la que se encontrara, Albertine no necesitaba buscar, pues el mal no estaba en ella sola, sino también en otras para quienes cualquier ocasión de placer fuera buena. Una mirada de una, en seguida entendida por la otra, acerca a las dos hambrientas, y a una mujer hábil le resulta fácil aparentar no ver y cinco minutos después dirigirse hacia esa persona, que ha entendido y la ha esperado en una calle transversal, y con dos palabras concertar una cita. ¿Quién lo sabrá jamás? Y resultaba tan sencillo a Albertine decirme, para que continuara, que deseaba volver a ver determinado punto de los alrededores de París que le había gustado. Por eso, bastaba con que volviera demasiado tarde, que su paseo hubiera durado un tiempo inexplicable, aunque tal vez demasiado fácil de explicar sin invocar razón sensual alguna, para que mi mal renaciese, vinculado esa vez a representaciones que no eran de Balbec y que me esforzaría por destruir, como las anteriores, como si la destrucción de una causa efímera pudiera entrañar la de un mal congénito.