Allí, toda mentira y daño fuera;
allí, mañanas en que era aún nuevo
despertar en sus brazos; allí, alegres
tardes de estudio, noches sin orillas,
y el café para dos viendo la lluvia.
En ese tiempo amar era tan fácil.
Te sentabas con ella en las continuas
barandillas del muelle, cara al viento,
o en las escalinatas de una iglesia,
y el brazo se te iba hacia sus hombros
o se escapaba un beso, una caricia,
porque la luna, el cine, los exámenes.
[...]
Todo poeta desea que el poema que escribió sea escuchado con la misma atención, con la misma predisposición, con las que se escuchan por ejemplo las últimas palabras de un moribundo, esas palabras que, siendo también las que usamos todos los días, parecen provenir de otro idioma, de otro territorio quizás, de esa delgadísima línea que apenas si separa a los que están vivos de los que ya no están.
Sólo si se lee con esa entrega y abandono de sí puede dar la poesía algo de su secreto, esas llamas que iluminen verdaderamente, por un momento, el mundo.
Lector, busca un lugar apartado, silencioso entre tantas ocupaciones y solicitudes, y lee La niebla, un poema de muchas galerías y ecos, donde lo más trascendente es también lo más íntimo. Sus palabras te invitan a seguir un viaje interior que, desde ciertas fronteras infernales, asciende hasta la aceptación y a cuyo protagonista le puedes poner tu voz y tu propio rostro. Su autor es José Mateos y ya publicó Una extraña ciudad (Ed. Renacimiento, 1990) y en esta misma editorial Días en claro (1995), Soliloquios y divinanzas (1998) y Canciones (2000).
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