En paralelo, una comparación con el papel imperial de Roma ha sido puesto sobre el tapete cada vez con más insistencia. También la izquierda ha comenzado a hablar en esos términos y algún eminente politólogo se ha atrevido a comparar la situación internacional de EE UU con la de Roma durante la transición de la República al Imperio.
Todo el mundo conoce cómo concluyó el cambio en el caso de Roma: una república con libertad de expresión y, para la época, reparto de poderes, se transformó en un imperio sometido al control militar y dirigido por un monarca divinizado. Al final del trayecto, marcado por una sucesión de guerras civiles y de regímenes de terror, un célebre escritor podía adular al emperador de turno con las siguientes palabras: Nos ordenas ser libres, lo seremos. Un mundo discursivo de tintes orwellianos dominará el lenguaje político del régimen que conocemos como imperio romano.
Desde el punto de vista del presente, las consecuencias sólo pueden ser alarmistas: los EE UU están en pleno proceso de transformación, un proceso en que su alma republicana está en juego. El discurso de la seguridad encubre aspectos preocupantes de esa transformación, que pone en peligro la vigencia de los derechos humanos, incluye incluso una redefinición de la tortura para hacerla aceptable y de la que el propio blanqueo del concepto de imperio es sin duda una parte significativa.
La lengua del imperio pretende analizar ese fenómeno en el plano discursivo, observando los posibles terrenos comparativos entre el discurso de la globalización y los mecanismos básicos de la propaganda imperial romana durante el período. En concreto atiende a tres aspectos fundamentales: la representación militar de Roma y su enemigo, la argumentación que sostenía las guerras expansionistas y el activo uso del eslogan de libertad como estribillo propagandístico mientras construía su imperio. En los tres ámbitos pueden observarse concomitancias que permiten establecer sorprendentes nexos entre una y otra situación política.
El material que documenta el estudio se encuentra, por un lado, en los textos de lo que tradicionalmente se conoce como literatura clásica latina; por otro, en los artículos de prensa, páginas electrónicas, fotografías e imágenes de cine y televisión que circulan en los medios de comunicación de nuestro tiempo. El autor se arroga el mérito de poseer la competencia exigible a quien se atreve con semejante trabajo: conocer ambos mundos, su historia política y las lenguas en que se expresan uno y otro, con la suficiente profundidad como para que su estudio merezca la atención de lectores especializados y simplemente interesados por la historia de la cultura, el análisis del discurso o el devenir político del mundo contemporáneo.