La noción de la justicia global parece la consecuencia lógica e inevitable del triunfo de una perspectiva cosmopolita, de un enfoque que obliga a dejar de considerar las fronteras un factor determinante de cara a explicar las condiciones sociales y económicas en las que viven millones de seres humanos y perfilar las responsabilidades individuales y colectivas derivadas de la necesidad de cambiar la situación de los menos aventajados del planeta. La fuerza de un punto de vista que expande nuestro compromiso moral al conjunto de la humanidad, unido a la conciencia de que vivimos en un solo mundo, de que las causas de muchos fenómenos son principalmente mundiales y no nacionales, han ido engrosando la relación de problemas que conforman la agenda de la justicia global. Bajo este nombre vienen desarrollándose los discursos más interesantes de cara a ofrecer explicaciones y soluciones éticas y jurídicas a algunos de los mayores desafíos a los que, desde hace años, se enfrentan los Estados, la comunidad internacional y el conjunto de la Humanidad: ¿Deben los países ricos afrontar el problema de la inmigración ilegal luchando únicamente contra las mafias del tráfico o erigiendo muros infranqueables en los límites de sus fronteras cerradas o existen razones de justicia más poderosas que exigen la apertura de éstas a quienes huyendo de la violencia o la pobreza extrema necesitan traspasarlas? ¿Qué papel juega el actual orden económico mundial en la situación de los más pobres del planeta y quiénes tienen la responsabilidad de cambiarlo? ¿Es la noción de ciudadanía compatible con una concepción cosmopolita de la justicia y los derechos? ¿debemos seguir apostando por una concepción puramente ética o naturalista de los derechos humanos, que piensa en derechos universales preinstitucionales que poseen todas las personas por el mero hecho de serlo, o presuponen éstos un entramado institucional que da sentido a estas demandas y las canaliza?