Millones de personas han adoptado el vegetarianismo en las sociedades modernas occidentales, y parece que se trata de una tendencia en alza. A menudo los vegetarianos nos sentimos acosados por otras personas que, imaginando unas bases poco consistentes para nuestro estilo de vida, nos interrogan en busca de razones sólidas que pudieran convencerles. Existe de hecho una monumental lista de razones que van desde los aspectos relacionados con la salud hasta la preocupación por el medio ambiente, pasando evidentemente por el trato que reciben los animales destinados al consumo, es decir, cuestiones éticas. En muchas ocasiones, toda esta colección de razones es sorteada, como dice el proverbio, con las más diversas disculpas para evitar verse empujado hacia cualquier tipo de cambio en las costumbres cotidianas.
Pero probablemente olvidamos un importante detalle. Qué mejor razón para el cambio puede existir que comprobar un hecho irrefutable: Que el vegetarianismo ha motivado a muchas personas desde la más remota antigüedad, demostrando que no se trata de una moda pasajera de los tiempos actuales sino de una inquietud que procede de lo más profundo de nuestra propia esencia. La universalidad de este sentimiento se ve reflejada en las opiniones de muchos escritores, filósofos, científicos, religiosos y otros personajes menos públicos de todas las épocas que han percibido -aunque sólo fuese de modo temporal o con un limitado compromiso personal- la subyacente unidad de la vida.