Algunas de las conclusiones alcanzadas señalan que el elevado nivel de concentración de las actividades industriales en España se gestó en las primeras etapas de la industrialización (s. XIX) y está más relacionado con la disponibilidad de habilidades y conocimientos comerciales que con la dotación de recursos naturales o, incluso, las ventajas geográficas. La intensidad de esta concentración aumentó hasta los años 1950 y tiende a disminuir desde entonces, aunque a ritmo muy lento.
Por otro lado, la estructura de la distribución se muestra muy estable a lo largo de los dos siglos considerados, siendo la novedad más relevante el afianzamiento de Madrid como centro industrial, añadido al País Vasco y a Cataluña. Esta estabilidad es tanto más remarcable si tenemos en cuenta que tanto la fuerte expansión de los años del desarrollo como la posterior integración en el mercado común europeo han conllevado profundas transformaciones en la composición del producto industrial, con la consiguiente decadencia de algunos sectores tradicionales y la expansión de otros.
Las políticas diseñadas para equilibrar la distribución territorial de la actividad industrial fracasaron bajo el franquismo y las adoptadas posteriormente, si bien han conseguido mejorar la capacidad tecnológica en general, no han alterado significativamente la distribución de la actividad. De hecho, hoy siguen siendo las regiones líderes tradicionales las que presentan índices de innovación y de formación del capital humano más cercanos a los de los países más avanzados. Este hecho y la constatación de la fuerza persistente de las economías de aglomeración hacen pensar que no nos hallamos en un escenario que tenga visos de cambiar en lo referido a la distribución territorial de las actividades industriales.