Argumento de La Ciudad del Sol
Las grandes gestas medievales ya pasaron, pero el alma y la chispa guerrera y vitalista de Lorca sigue viva en los héroes anónimos que antaño habitaron estas tierras. Ellos están en la memoria colectiva, adaptados a los tiempos que les tocó vivir. Sufrieron las consecuencias de la vida, pero nunca se rindieron ni doblaron la rodilla. En sus historias existe todo ese magma que germinó la Ciudad del Sol, la de los cien escudos, donde se podía matar al rey y de la que nadie quería ni el polvo. Como diría Pablo Ruiz Fortes: «Todo se nos zurre, todo lo güeno se nos calla. Por eso, Lorca querida, tus armas de guerrero guarda, que de tus hechos pasados, poco se recuerda o nada». La dignidad de los personajes que descubrimos en La Ciudad del Sol es imponente, su templanza memorable, su sentido del sufrimiento inenarrable. A su manera ellos rememoran a esos caballeros esforzados y leales que nunca aparecen en las gloriosas gestas medievales de nuestro pasado esplendoroso. Incomprendidos y generosos, han conseguido ocupar un puesto en el imaginario popular y ser admirados por sus genialidades, por romper los esquemas de una sociedad estratificada. Recuerdan que todo se puede perder menos la honra, y que la voluntad de un hombre lo es todo. Como Don Rodrigo, hacen jurar al rey permanentemente en Santa Gadea. Algunos de estos personajes comienzan a borrarse de la memoria de las nuevas generaciones, otros siguen pululando por la ciudad que les vio nacer. Son atisbos nítidos que se abren entre los celajes del peor pecado del hombre: la deslealtad. Estos antihéroes son de carne y hueso, como esos peones y ballesteros que servían a su señor durante un mes, al rey durante dos, y a Lorca toda su existencia. Y aquí están, historia viva de la ciudad. Con sus aciertos y desventuras, pero firmes en sus actitudes. ¿Que por qué ellos? Porque no merecen el silencio. Los he visto pasar por nuestras calles envueltos en el silencio más absoluto, solo liberado cuando llegaba el momento de su evasión mágica, cuando rompían las fronteras de su cárcel imaginaria. Su fuerza era palpable. Quizás solo unos momentos. Unas horas. Unos días. Cargados de orgullosos discernimientos, de poderosas razones, henchidos de sentimientos dispares y desbocados. Pero es que así somos los lorquinos. Vehementes. Ágiles de corazón y de hechos. Curtidos en la frontera.0