EN POS DEL LOCUS AMOENUS.
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Hacía días que el envejecido Hamal apretaba los odres de agua al ocaso, cuando se disponía a montar la tienda para pasar la gélida noche del desierto que se les venía encima como la túnica de la misma muerte. Aunque había previsto minuciosamente la ruta para irse proveyendo del esencial líquido en los diversos oasis y uadis que en esta época debían estar discurriendo gracias a las ocasionales lluvias que traía el monzón, cuando pasaban varios días sin rellenar los odres o sin que los camellos bebieran, la inquietud se iba apoderando de él. Se sentía responsable de la suerte que pudiera correr el joven Alí, al que poco más o menos había obligado a seguirle sabiendo que difícilmente entendería los motivos de aquella expedición. Sin embargo le necesitaba. Él mismo dudaba de poder llevarla a cabo. Los años habían transcurrido inexorablemente y sus piernas y su salud no estaban como para adentrarse solo en el terrible desierto de Rub al Khali, y allí, en medio de la extensión más ardiente y árida que Alá pudiera haber concebido, llevar a cabo una misión para la que había estado esperando toda la vida.
La noche se iba cerniendo sobre ellos y el crepitar de las últimas ramas que se consumían en el fuego daba algún sonido al absoluto silencio del desierto. En su cabeza iba repasando una y otra vez los nombres y las edades de sus antepasados, empezando por su padre, por quien conoció la gesta que su familia había asumido y que él tendría la oportunidad de ver cumplida, cuando los otros habían tenido que conformarse con lo que sus respectivos progenitores les contaban y conminaban a trasmitirlo a sus descendientes. Que esto se hubiese mantenido durante un milenio, diecinueve generaciones, le llenaba de orgullo mientras que los ojos agotados se embelesaban con las brasas de la hoguera. Mil años habían transcurrido desde que un antepasado suyo había sido testigo de algo lo suficientemente importante como para jurar que su vida la dedicaría a asegurarse de que alguno de sus descendientes volviera a ser testigo de aquello.
Hamal no tenía hijos. Se había casado tardíamente, pues la modestia económica de su familia lo alejaba del punto de mira de quienes sólo desean emparentarse a través de sus hijas con ricos comerciantes y ganaderos. La que fue su esposa había sido deshonrada y la familia se disponía a venderla a algún mercader clandestino de esclavas cuando él, de paso por la ciudad de Al Mukalla, se interesó y la adquirió a su padre. Pese a haberla comprado, Hamal adoraba a Khadiya y siempre se lo hizo saber, pero ella murió joven envuelta en el velo de la tristeza que le acompañaba desde que su padre y sus hermanos la despreciaran. No pudo darle hijos a su esposo, que anhelaba completar en su prole, la vigésima generación, la hazaña que mil años antes empezara alguno de sus ancestros. Cuando se sobrepuso a la pérdida había abandonado toda esperanza de proseguir con lo que su padre y su abuelo le habían encomendado, y sencillamente dejaba pasar el tiempo buscando desaparecer como lo hacen los cadáveres en el desierto que ahora, sumido en estos recuerdos, le rodeaba amenazante. Anduvo trabajando lo necesario para subsistir acarreando provisiones en un almacén del puerto de Al Hudaydah, y cuando no, se refugiaba en su casa, enroscado en un rincón, a la espera del día siguiente, intentando pasar desapercibido a sus propios pensamientos que veía como fastidiosos visitantes empeñados en hablar de su soledad, de la ausencia de su esposa, del vacío impenitente en el que se había convertido su vida.
Las pocas horas que conseguía dormir no reparaban el cansancio que iba acumulando en el duro trabajo del almacén, y, aunque no mermaba su rendimiento, sí hacía estragos en su salud que lentamente le conferían un aspecto de alma en pena. Llegó el día en que se desplomó en plena calle, camino de su casa, y nadie le prestó atención alguna, atribuyéndole vicios y enfermedades que justificaran el mirar a otro lado. Hubiera muerto de deshidratación o atacado por los perros callejeros de no haber pasado por allí alguien como él y que le trajo agua, una torta de cebada y hojas de qat.
Alí cuidó de Hamal como si de un padre enfermo se tratara. Supo del trabajo que éste desempeñaba y se apresuró a sustituirlo trabajando más horas incluso que él, pese a su inmadurez, para asegurarse algunas monedas extra. Con ellas se alimentaban los dos, y le proveía regularmente de las hojas de qat que Hamal masticaba con concienzuda parsimonia. Quizás fueron los cuidados del imberbe Alí, o los efectos euforizantes del qat, pero a las pocas semanas Hamal se había recuperado lo suficiente como para reanudar su trabajo con nuevos bríos y retomar las lecturas y cálculos sobre el advenimiento que sus antepasados habían vaticinado.
El tiempo se le había echado encima, y el lugar a donde debía dirigirse se encontraba en algún valle recóndito en medio del desierto de Rub al Khali. No se puede uno adentrar en esa desolada inmensidad sin los pertrechos adecuados, y sin una ruta minuciosamente escogida para asegurarse la supervivencia, así es que ambos trabajaron con ahínco. Necesitaban comprar camellos y provisiones, odres y alforjas, mantas e incluso algún arma para cazar o ahuyentar a bandoleros y alimañas que se apostaban en las cercanías de los oasis. Las pocas monedas que ganaban, pese a racionarse la comida en extremo, apenas les permitían juntar lo necesario para afrontar semejante empresa. A esto debía afanarse Hamal en convencer a Alí, sin precisar más, que todo aquello era necesario.
Aun así, cuando el viejo le comunicó que iba a vender los pergaminos y demás reliquias a algún capitán o viajero distinguido de los mercantes europeos que recalaban en el puerto, intentó disuadirlo. Había visto el mimo con que los releía una y otra vez; cómo los envolvía primorosamente antes de devolverlos al fondo de las muchas vasijas de barro donde descansaban desde tiempos inmemoriales. Si el viejo se quería desprender de aquello es que realmente era necesario, pero también significaba que rompería definitivamente sus ataduras con este mundo. Alí creyó ver en aquella intención una especie de adiós a todo lo que le mantenía con vida para ir a terminar sus días en el terrible desierto. Y lo que no entendía es que quisiera que le acompañara a menos que fuese para asegurarse de tener una tumba digna.
La insistencia del joven surtió efecto en la medida en que Hamal sólo comerció con una parte de aquellas piezas, no sin antes haber transcrito los textos que contenían para conservar esa vital información. De esa manera consiguió un importante capital que invirtió en pertrechar una pequeña caravana de cinco camellos.
Una mañana, como cualquier otra, antes de que el sol despuntara, Hamal despertó a Alí con cierta premura. Al abrir los ojos dio un salto de su camastro y pudo ver al viejo vestido y acarreando algunos fardos que se amontonaban en medio de la estancia. Había decidido que partirían en ese mismo momento. Apenas estaba dispuesto cuando oyó rezongando a los camellos en el exterior. Casi todos los pertrechos y enseres necesarios estaban ya ubicados en los bastes. Intentó, posteriormente, repasar sus movimientos, lo que hubiera dicho, siquiera si comió algo después de levantarse, y no lo consiguió. Jamás pensó que se podría estar listo en tan corto espacio de tiempo, así que se dejó mecer por el bamboleante andar del camello mientras se iban quedando atrás las últimas casas de Al Hudaydah.