Estas páginas nos recuerdan que Artaud murió aferrado a su zapato,
como si en ese mínimo refugio pedestre residiera su única certeza frente
a la locura o el sinsentido. De manera similar, la novela mantiene el paso
y el aliento hasta la última coma, con un rigor que aquel poeta habría
calificado de cruel, de no ser por la elegante compasión que despliega
el relato. «Tengo pensado soplar hasta tirar abajo el edificio», son las
últimas palabras (brutales, delicadas) que le dirige a Amélie, su protagonista.
A semejanza del artista al que encuentra, su voz pesa sus nervios
y los somete a una extraña precisión, moviéndose en el borde
entre la observación histórica y la revelación íntima.
Exterior e interior funcionan aquí como dos instancias irreconciliables
que, sin embargo, viven contagiándose: demencia y cordura,
encierro y libertad, ocupación y soberanía, memoria colectiva y secreto
personal. (ANDRÉS NEUMAN)