«Granada, se veía blanquear a lo lejos, tendida en los cerros umbrosos de la Alambra y el Albaicín, como una odalisca envuelta en cándido alquicel, echada sobre oscuros almohadones... Ya no se percibían sus pormenores y detalles... Sólo se divisaba una elegante ráfaga la de blancura, intensamente alumbrada por el sol, bajo el risueño azul del purísimo firmamento. Un paso más, y todo aquel cuadro de la población, la vida, la riqueza, la hermosura, la actividad humana la desaparecería súbitamente. Delante de nosotros se prolongaba, girando hacia la izquierda, un angosto pasaje, árido y feo, pedregoso y sombrío, que contrastaba de un modo horrible con la maravillosa vista que estábamos contemplando... Aquel crítico punto era, por consiguiente, el lugar en que Boabdil dio el supremo adiós a la ciudad en que había nacido, que había sido suya, y que no debía de volver a ver en toda su vida.»