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Imposturas Literarias Españolas (ebook)

Autores:Joaquín, Álvarez BarrientosJoaquín; Álvarez Barrientos;
Categoría:
ISBN: EB9788490120323
Ediciones Universidad de Salamanca nos ofrece Imposturas Literarias Españolas (ebook) en español, disponible en nuestra tienda desde el 01 de Noviembre del 2011.
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Argumento de Imposturas Literarias Españolas (ebook)

Lo falso y lo original conviven en desigual pero en continua relación desde los orígenes de nuestra cultura. En cierto modo, mantienen una relación de dependencia parecida a la del otro con el yo, o similar a encontrarse ante un juego de espejos. Durante muchos años, hacia lo considerado literatura falsa, se ha tenido una mirada negativa que la asimilaba al delito, de modo que términos como plagio, falsificación, fraude y otros tienen principalmente acepción legal, y desde esta perspectiva se han hecho bastantes acercamientos a una realidad compleja cuyo territorio resulta difícil delimitar y nombrar. Pero esta acepción criminal –que la rela- ciona con otros fraudes, como los de la industria alimentaria, la moda, etc.– es fácil de comprender, no solo por lo que las falsificaciones literarias suponen de engaño al lector / consumidor, sino también por las implicaciones que en otros tiempos tuvieron, al servir para legitimar derechos sobre tierras, propiedades y cobros de impuestos que, en puridad, no tenía quien mandaba falsificar o contrahacer documentos y testimo- nios. Las genealogías, las historias de las ciudades, las de las iglesias locales, abundan en este tipo de falsa literatura, dirigida a asegurar un orden político, económico y de poder. Aunque las supercherías ya se daban antes, desde que apareció la imprenta y la incipiente legislación sobre los derechos de autor y la propiedad intelectual, el punto de vista legal y su consideración delictiva se fortalecieron, lo que llevó a producir un importante cuerpo jurídico sobre falsificaciones y plagios literarios, además de algunas reflexiones sobre el concepto de autoría. Más tarde, a raíz de los cambios que produce la mentalidad posmoderna, estas prácticas literarias se han considerado de un modo más desinhibido, nada o apenas punitivo, mientras se emplean libremente como parte de los instrumentos de la creación artística y literaria. Estos procesos han supuesto cambios en la forma de entender y canalizar la creatividad, en general, y también en el estatuto del autor y de la creación misma desde todos los puntos de vista: legal, como artífice, como autoridad que confiere autenticidad a un texto u objeto artístico, etc. De hecho, uno de los grandes debates actuales –que no solo tiene que ver con lo artístico– es el relativo al binomio autenticidad/falsedad, que se plantea sobre toda la experiencia humana, complementado con el referente a autenticidad/realidad. Pero, ya antes de estas modificaciones posmodernas, las falsificaciones literarias atacaron, cuestionaron y ampliaron la teoría del autor y de la autoría, y, al mismo tiempo, conspiraron contra el buen orden deseado (nunca del todo establecido) en la República Literaria, hasta desestabilizarlo en ocasiones, pues cuando se descubrían los falsos se ponía de relieve –y se pone cada vez que se descubre un nuevo fraude– la insuficiencia de sus métodos de autenticación y la incapacidad de los recursos filológicos (de control cultural en general) para establecer los corpus «fidedignos», «auténticos», de las literaturas nacionales: de ahí en parte la relación de dependencia entre Falso y Filología, pues muchos de los avances metodológicos de ésta se deben, precisamente, a los intentos para discriminar lo verdadero de lo que no lo es. También, una vez más, lo que se pone de relieve es la íntima relación que existe entre las dos manifestaciones literarias –la falsa y la original– y el modo en que la literatura las iguala y, a la postre, legitima, pues una y otra dan cuenta con los mismos elementos de la realidad en que se vive, ambas son respuestas a los estímulos y a las circunstancias del momento. Desde un punto de vista meramente creativo, dejando a un lado el plagio, la falsificación literaria aparece como la exaltación de la literatura libre, de aquella que, además de atender a la credibilidad que proporcionan las formas y los géneros, crea su propio mundo de relaciones y referencias que remiten tanto a la tradición literaria como a ella misma. Este juego de la literatura fraudulenta persigue que, finalmente, el lector y el crítico adscriban a modelos previos la obra que tienen en la mano y la inserten en la tradición, pues, entre otras cosas, el autor pretende situarse en la serie normativa y canónica. Son, por tanto, simulacros autónomos de realidad literaria que se asimilan, o eso pretenden, a modelos previos, y lo son mientras no se descubre el fraude. Cuando se conoce su condición de falsa, la obra –aunque haya gozado de prestigio en el Parnaso nacional–, pasa a tener un lugar secundario, dependiente y vicario, cuando no entra en el saco del olvido o el desprecio, con el consiguiente desprestigio de su autor. Mientras se la considera obra original, la apreciación en que se la tenga dependerá de su calidad, del prestigio del autor (real o supuesto), de la comprensión por parte de los críticos a la hora de hablar de ella y de su éxito comercial. Una vez que esa obra, antes valorada y ponderada como original, se cataloga como falsa, su tasación y su percepción cambian, como cambia su estatuto en la historia literaria. Sin embargo, las cualidades que hasta entonces habían servido para ubicarla, permanecen en ella, aunque haya pasado al nivel inferior de la anécdota. Una excepción a esta regla es lo que sucede con las continuaciones apócrifas de La Celestina, el Guzmán de Alfarache y el Quijote –menos quizá con las del Lazarillo–, que se estudian y aceptan en la historia de la literatura, seguramente por la importancia de sus respectivos originales. Es claro que el criterio que está funcionando en ese momento, al olvidarlas, no es el histórico ni el estético, sino otro de orden moral, ajeno en principio a la creación literaria, pero presente en la mentalidad que penaliza determinadas actuaciones creativas. Y sobre todo entra en juego, de forma consciente o no, la necesidad de castigar a quien ha engañado a la institución literaria y a la académica. Si hubiera que definir lo falso, podría entenderse como un simulacro que sustituye a la realidad y a la ficción, confeccionado con los mismos mimbres que ésta pero que alude a la primera. En cierto modo, como se indicó ya, el falso es autorreferencial, aunque necesite insertarse en la serie cultural para ser aceptado. La gran cantidad de falsas autobiografías que producen el mercado norteamericano y el australiano es un ejemplo actual de este tipo de auto-referencialidad. Si, cada vez más, la literatura parte de otros textos; el fraude toma como referencia a la literatura, aunque –y aquí se encuentra una de las razones de su condición ambigua y evanescente– no son pocos los falsos motivados por cuestiones de la realidad. Una dificultad a la hora de establecer las características del falso es que, si la literatura cuenta una historia, aquel, además de contarla, tiene como objetivo parecerse a otro relato perteneciente a la institución literaria, pero también pertrecharse de todos los elementos endógenos y exógenos necesarios para parecer verosímil interna y externamente a los ojos de los lectores y de los expertos en la serie a la que quiere pertenecer. Por eso son tan importantes los elementos estéticos que pueden darle su condición de autenticidad, como las condiciones paratextuales en las que se da y explica su supuesto hallazgo. De esta forma, la falsificación sería la sombra de una imagen, el reflejo de la relación que la literatura tiene consigo misma. Pero el fraude no se da solo en los campos históricos, historiográficos y literarios –a un lado las falsificaciones de objetos, modas y alimentos, y el daño que la usurpación de marcas produce–; junto a ellos está el científico, que en los últimos tiempos ha emergido con un protagonismo enorme. Organismos de control como los comités de evaluación no son suficientes para evitar plagios y falsificaciones, que pueden entenderse como defectos o errores de los procesos científicos que las instituciones académicas no son capaces de prever. El famoso caso del físico Alan Sokal –que tan bien ha sabido publicitar– puso de manifiesto una realidad que, si se ha de hacer caso de los testimonios, no hace más que crecer. Lo que ha mostrado, entre otras cosas, son los peligros de las actitudes postmodernas aplicadas a la investigación. La relación entre los fraudes literarios y los científicos, así como sus paralelismos e incluso la metodología en algunos casos, es evidente, pero, por la implicación que los últimos tienen en el desarrollo de la vida social y en las esperanzas y expectativas de los ciudadanos, las noticias de supercherías científicas encuentran más eco que las literarias y las artísticas, y producen desconfianza junto a estupor, al comprobar que la ciencia se ha convertido en un negocio en el que cabe la competitividad mal entendida. Anejo a esto va que, en la actualidad, el peso de la carga crítica contra el fraude científico se atenúa si éste corrobora conclusiones buscadas. Aunque, como he señalado, hay paralelos y similitudes, y unas y otras falsificaciones ayudan a conocer qué es la literatura y qué es la ciencia –también qué es el arte, como en la reciente exposición Close Examination. Fakes, Mistakes and Discoveries, presentada en 2010 en The National Gallery de Londres–, pues sirven para comprender sus procesos y métodos de trabajo, las tentaciones de plagiar y falsificar en las ciencias encuentran a menudo excusa en la consideración de que son el resultado de un trabajo en común o en grupo, por lo que la conciencia de autoría y de propiedad queda más diluida que en otros campos, cosa poco frecuente en las supercherías literarias y en las que se dan en el ámbito de las Humanidades. Por otro lado, éstas no han tenido demasiada trascendencia en España –al menos no han ocupado a los estudiosos de forma seria y continuada (salvo en los casos de plagio)–, seguramente porque se han tratado casi siempre desde lo anecdótico, dada su aparentemente poca o nula incidencia sobre la institución cultural y la vida social. Se ha prestado más atención a las falsificaciones artísticas, pero por razones económicas más que de orden estético, y siempre han supuesto cambios en la valoración de la obra de un artista y en el contenido de su catálogo. Con frecuencia se han identificado o relacionado falsificación literaria y plagio, pero, aunque tienen parentesco y existen casos mixtos, son cosas distintas. La copia de una obra, total o parcialmente, no tiene nada que ver con la invención de un texto, de un autor o de ambas cosas, ni con la creación de un mundo; sus implicaciones legales también son diferentes. Copiar la obra de otro –aunque pueda darle otro sentido al colocarla como original en un entorno nuevo– implica la apropiación de su trabajo y de su mundo, que se hace propio mediante el uso del nuevo nombre; sin embargo, falsificar un texto supone inventarlo y, en última instancia, renunciar a la propia autoría para que las consecuencias que de él se deriven las sufra o disfrute otro, inventado o real, al que se le adjudica la obra para que con su autoridad la prohíje. En un caso como en otro, lo que se manifiesta de común es la importancia de la firma, del nombre que aparece al frente del trabajo, pues es la firma la que da autenticidad o simulacro de ella a la obra. Es la firma la que la hace respetable. No son pocos los casos de falsos atribuidos a autores ya muertos, pero prestigiosos, que, con su nombre, autorizaban el texto. Es una vieja técnica que Annio de Viterbo empleó con provecho y, después de él, otros como Flocco, Román de la Higuera, Lupián Zapata o Argaiz. Las únicas falsificaciones literarias que hasta el momento se han estudiado son las de estos autores, relacionadas en mayor o menor medida con los falsos cronicones y con los «hallazgos» de Granada. Pero a veces el falsario es un artista que sólo puede «expresarse» mediante las muletas que son el modelo previo, que copia o imita, para que su producto sea como el que tiene por referencia. Nos encontramos entonces en los territorios del pastiche, que es otro juego mimético relacionado con plagios y supercherías, con homenajes y burlas, con escrituras de moda. En otras ocasiones, a todo esto el falsificador añade una variante, una peculiaridad o detalle a su invención, a veces en forma de anacronismo (que incluso puede llegar desde la ironía), para que se reconozca que lo hecho es falso, que, aunque lo hace para que pase por antiguo y auténtico, para engañar o para divertirse, antes o después desea que se sepa que es obra suya para que se acepte así su capacidad imitativo-creativa y se reconozca un talento que, antes, se ha negado o no se ha apreciado bajo su propia firma. Porque, aunque es cierto que la mejor falsificación es aquella que aún no se ha descubierto, para cualquier falsario, el momento cumbre, el que realmente finaliza el proceso falsificador, es aquel en el que se «descubre el pastel» y su personalidad pasa al primer plano como responsable del engaño. De nuevo, la relevancia de la autoridad y del estatuto del autor refrendado por la firma. Pero ¿qué es lo que hace que algo sea falso? ¿Por qué una obra de valía y calidad deja de tener estas condiciones cuando se descubre que es falsa? ¿Por qué pasa al olvido tras ser estigmatizada, cuando hasta entonces se reconocían sus valores? ¿Qué diferencia a una auténtica de otra que no lo es, si ambas son literatura, creación, obras basadas en las formas de imitación y forjadas con sus mismos elementos? Seguramente, lo que las hace falsas está fuera de la propia obra: el hecho de que nacen con la intención de engañar. Los trabajos que aquí se presentan y la investigación –aún en marcha– que llevamos adelante acerca de supercherías y falsos literarios, giran en torno a estas y otras preguntas, en la idea de que esas obras que se desechan cuando se saben espurias o apócrifas, no solo a veces están escritas por autores reconocidos responsables de «obra auténtica», sino que también deberían formar parte del canon, pues su relación con la literatura «legítima» es enorme, partiendo como parten del concepto de imitatio. Sin embargo, dar respuesta a esas preguntas no es ahora el objetivo de este libro, que solo presenta algunos ejemplos a lo largo de la historia de la literatura española que muestran la continuidad y la variedad de la actividad fraudulenta. Para responder a las cuestiones planteadas se necesita más espacio y un enfoque menos fragmentario que el que se ha adoptado en este trabajo. En un próximo libro, más amplio en el tratamiento de casos de superchería, se hace frente a esa batería de interrogantes, cuya respuesta es más bien histórica y diacrónica. Aquí, ahora, se presenta una reflexión teórica general con un intento de diferenciar y definir conceptos clave en el mundo de las falsificaciones, como falso, apócrifo, copia, imitación y otros (Susana Gil-Albarellos), y además se estudian diferentes casos de falsos en la historia literaria española, todos con distintas implicaciones en ella, según su importancia o el conocimiento que se tuviera de ellos, pero todos como respuestas a estímulos del entorno, que los explican: así, Cristina Castillo Martínez trata sobre el mercado de novelas cortas del siglo xvii; Joaquín Álvarez Barrientos sobre Cándido M.ª Trigueros y su actividad en el xviii; Leonardo Romero Tobar se acerca a varios textos falsos antiguos fabricados en el xix, y María Rosell a Octavio de Romeu, ya en el xx. Se narra un caso hasta ahora desconocido de plagio entre una obra del Setecientos y otra del Novecientos (Ana Peñas Ruiz), se hace una incursión en el empleo del pseudónimo como tal y en tanto que posible estrategia de falsificación, similar al recurso a figuras como las de traductor y editor (Dolores Romero López), y, finalmente, se dedica un trabajo a estudiar los límites o las fronteras que solapan el plagio, la copia, la imitación, el pastiche, en el difícil ámbito del teatro (Alberto Romero Ferrer). El lector comprobará que, cuando se va más allá de la anécdota, estamos en un terreno resbaladizo y difícil, tanto por la movilidad de los términos empleados para aludir al campo de estudio, como por las realidades híbridas con que se trabaja: el mismo falso se caracteriza por su condición elusiva, como ya se ha visto, pues usa para construirse los mismos medios y recursos, las mismas técnicas, que el auténtico. Es como un camaleón que se muestra y, al mostrarse, se esconde. Cosa distinta, aunque con ella relacionada, es el empleo de la falsificación como recurso narrativo, como argumento de un relato. En este caso se trata de una estrategia más con la que cuenta un autor a la hora de exponer su ficción, aunque puede ser también un caso fronterizo entre la originalidad y la falsedad. Sería un falso auténtico, en tanto que obra original, como sucede con la novela de Nabokov Pálido fuego o con el relato de Borges «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», en el que en un tomo apócrifo de la Enciclopedia Británica y después en otro más específico se da cuenta de la falsa cultura Uqbar. En este caso, la invención de todo un mundo y de su cultura hace necesaria la comparecencia de diferentes falsarios (autoridades) que den cuenta de la realidad: ingenieros, matemáticos, poetas, moralistas, etc. El mismo objetivo cumplen las notas del editor de Pálido fuego, que reconstruyen otro mundo. Lo falso sostiene y desarrolla las ficciones de uno y otro, en las que aprovechan para plantear cuestiones relativas a nuestra percepción de la realidad, que se presenta en tanto que realidad paralela. Algo similar hizo Max Aub con su constelación de falsificaciones, aunque haya también muchas diferencias, como en su falso discurso de ingreso en 1956 en la Academia Española: creó otro mundo posible y paralelo en el que la ficción y lo real conviven sin incomodarse. Si Borges y Nabokov –que tanto despreciaba al primero– plantean el problema de la percepción y del conocimiento, el recurso a lo falso le sirve a Aub para proponer una reflexión sobre el teatro en tanto que expresión de lo nacional y sobre lo que podrían haber sido España y su cultura, de no haber existido la contienda bélica. Por tanto, la falsificación, el fraude, es un producto híbrido entre lo falso y lo real, que a menudo responde al interés por ofrecer una lectura distinta del pasado y del presente, al que se suman –en el caso de las falsificaciones históricas– motivaciones de carácter político, religioso y económico, sin que éstas sean excluyentes ni exclusivas de las históricas. Las razones del falsario son tantas como falsarios ha habido, hay y habrá, pero se pueden reducir a las ya señaladas de orden político, religioso y personal, y en estas entrarían casi todas las literarias y eruditas. Engañar a los colegas y demostrar que su sabiduría y conocimiento no son tan certeros como ellos suponen, es uno de los estímulos más extendidos en el tiempo, que más empuja al falsificador. A menudo, también, igual que en el uso de estrategias y caretas como las del pseudónimo, las del traductor y el editor de la obra (falsa) que se presenta, detrás del falsario existe la necesidad de ocultar la propia identidad, de ampararse en un autor renombrado al que se adscribe lo «descubierto», pero otras veces se quiere dar autoridad al «hallazgo», y entonces se potencia el ser supuestamente antiguos y desconocidos el texto y su autor. En todo caso, la firma, el nombre, es el elemento central del debate sobre lo auténtico y lo falso, y a su alrededor se organizan las prácticas de la superchería y los discursos de la crítica. Como en las otras literaturas, en la española también se encuentran desde sus orígenes rastros de esta actividad fraudulenta, que entonces quizá no lo era (o no lo era tanto) porque nociones como autor, originalidad y otras aún no funcionaban en el orden literario. La misma idea de literatura era algo inexistente, pero la realidad de la manipulación y apropiación de los textos ya estaba ahí, como había estado desde los tiempos clásicos. «Cualquier omne que l’oya, si bien trobar sopiere,/ puede más añadir e emendar, si quisiere;/ ande de mano en mano a quienquier que l’pidiere:/ como pella a las dueñas, tómelo quien podere», escribió el Arcipreste de Hita y, aunque se refiere a otra práctica, lo dicho es aplicable a lo que nos ocupa. Por tanto, si en puridad no se puede decir que el arcipreste hable de falsificación, sí se trata de un ejemplo de cómo la después llamada literatura era un objeto de autoría laxa que pertenecía a todos, en la que podían participar muchos, como sucede con la literatura popular. Se evidencia así algo que ha estado sobrevolando estas páginas introductorias: que el concepto de falsificación y cuantos se sitúan en su órbita y se emplean para nombrar esta variopinta realidad literaria es un concepto histórico, cambiante, que mucho tiene que ver con el nacimiento de la imprenta y la reproducción técnica de los textos, pero no solo, pues ya antes de ese momento se conocen testimonios de apropiaciones e imposturas literarias, como se vio ya, porque los conceptos y las ideas de propiedad y originalidad de un texto no son exclusivos de la época romántica, como se ha señalado con excesiva insistencia, sino que están vigentes en los tiempos de Grecia y Roma y aun después, con muchos ejemplos que ponen de manifiesto lo extendido y general de esta conciencia. Baste recordar los testimonios de Quintiliano, Thomasius, Bartoli y otros. Por su trascendencia para la cultura española, un momento especial en la historia del concepto de originalidad y propiedad literaria es el modo en que Cervantes responde a Avellaneda con la publicación de la segunda parte del Quijote, caso de reivindicación autorial hasta entonces no conocido. La respuesta de Cervantes es ejemplar, pues reivindica el control sobre la propia obra, defiende la propiedad intelectual y, en última0PRESENTACIÓN. ORIGINAL Y FALSO: UNA HISTORIA DE LA LITERATURA POR HACER por Joaquín Álvarez Barrientos «QUE NO HAY TAN DIESTRA MENTIRA / QUE NO SE VENGA A SABER». 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