Un día Arrabal y Houellebecq se cruzaron en la parisina rue Jouffroy d'Abbans; uno español de Melilla, zapador nato ante los obstáculos, siempre con el optimismo por bandera, capaz de remover las aguas más profundas del teatro del mundo; otro francés de la isla de Reunión, inveterado escéptico y con propensión al desánimo, descriptor gélido y fundador de la nueva corriente literaria que algunos bautizan ya como depresionismo, un último ismo al que agarrarse. Se encontraron junto al piano del Hotel Pavillón Monceau, cerca de la casa del pintor Chirico; dialogaron y descubrieron que a los dos les atraía la isla de Lanzarote (Canarias), eran europeos nacidos en Africa, admiraban a Topor (1938-1997) y les apasionaba la cámara. De aquellos polvos vinieron estos lodos: su amistad fructificó con el tiempo y el azar objetivo del destino sorteó las dificultades geográficas y de comunicación a lo largo y ancho del globo: cuando uno iba a Almería, el otro venía de Nueva York, uno paseaba por Jerusalen y el otro descansaba en Irlanda... También de sus encuentros madrileños y otros avatares trata este libro, que nace de esa fusión de ideas estéticas, literarias y filosóficas tan dispares que arrojan sabrosa fecundidad en ambos.