Después de casi dos años viviendo en Antofagasta, Hidelbrando del Carmen aún no se olvida de sus días en la pampa, en Algorta, la pequeña oficina en la que se crió sano y agreste como un zorro. Pese a que en la ciudad ha descubierto cosas que lo han deslumbrado hasta el embeleso, añora aquellas tardes infinitas persiguiendo remolinos de arena por las llanuras de salitre