A lo largo de estos relatos, sesenta y cuatro exactamente, se cuenta la infancia sencilla y ¿feliz? de un niño de entreguerras, circunscrita a su reducido ámbito rural. Lo que trata de contar este niño, como no podía ser menos, está impregnado de ficción y realidad, sin que nunca lleguemos a saber cuánto hay de lo uno y de lo otro. Él se limita a transcribir su propia verdad. No lo hace siguiendo una secuencia cronológica de su infancia. Él nos entrega las piezas de este puzzle para que seamos nosotros los que reconstruyamos la verdadera secuencia de su vida. Sí nos proporciona, en cambio, una serie de palabras cabeceras, ordenadas alfabéticamente en un índice. Ellas son, precisamente, las auténticas Herederas de la memoria. Cada una de estas palabras reaviva sus recuerdos y pasadas vivencias. Son una especie de ventana, a través de la cual entramos a presenciar un momento determinado de su niñez, así como su relación con las personas de su entorno y las circunstancias en que tiene lugar. El nombre de Andrea aparece constantemente a lo largo de estos relatos. Hay que aclarar que tía Andrea, como persona real y única, no existe. Es la personificación, en la memoria de este niño, de todas y cada una de las mujeres del núcleo familiar, con las que ha tenido que convivir. Son, pues, varias tías Andrea. A pesar de sus continuas regañinas y exabruptos, tía Andrea tiene también hacia este niño numerosos gestos de afecto, comprensión y confidencia, permaneciendo en todo momento a su lado, como su ángel protector. Ojalá estos recuerdos, salpicados de ficción, sean la excusa para que tú puedas recuperar también los tuyos.