El tiempo pasaba, por supuesto, pero yo seguía impávido sobre el bidé. Mi pose de estatua era ficticia, porque, en mi fuero interno, el furibundo repique de pocholo, musa y polvos, me convulsionaba las vísceras, desbocaba mi flujo sanguíneo y me trituraba la cabeza. La ansiedad facilitaba que yo viese las fotografías fragmentadas, como si mis retinas fueran caleidoscopios. Capitulo I: El oficio
Capitulo II: La salud
Capitulo III: El entorno.
Capitulo IV: El hogar
Capitulo V: El destino