Todos llevamos una fuerza interior capaz de transformar el mundo. Siendo
felices en Dios podemos subir a la cumbre, entrar en un misterio de amor que
nos sobrepasa para luego bajar al mundo como lámparas de Dios que quieren
iluminar y penetrar en la realidad dando sabor a la vida.
De nuevo aparece la interioridad como la luz que nos hace relacionarnos con
Dios. El silencio interior deshace las dificultades que nos bloquean en el
camino. La humildad nos adentra en el dinamismo de la conversión hasta llegar
a la transfiguración del corazón en una relación perfecta con Dios. La vida se
hace experiencia de Dios porque todo se vive desde Él. Silencio, atención y
entrega acompañan al que ha entrado en la mística y ha tocado el misterio.
El corazón queda limpio para ver a Dios en todo y en todos, así descalzados,
arrodillados y postrados en adoración subimos para contemplar. Todo calla,
sólo Dios habla. De la contemplación activa pasamos a la contemplación pasiva
donde se va forjando el hombre nuevo que ya no hace porque deja hacer. El
protagonismo lo ha tomado Dios, la persona ha llegado a configurarse con
Cristo, siendo ciudadano del cielo en la tierra, y misionero de la bondad,
ternura y misericordia divina. María es la que ha recorrido todo este camino y
se ha hecho modelo de santidad para todos sus hijos.