Así como el sol no se valora sólo por su resplandor intrínseco sino, también, por su habilidad para iluminar el mundo, del mismo modo el lucimiento del Buda como maestro espiritual no se determina sólo por la claridad de su enseñanza, sino también por su habilidad para alumbrar a los que se le acercaron en busca de refugio y convertirles en luminarias por derecho propio. Sin una comunidad de discípulos que acredite el poder transformativo del darma, la enseñanza no sería más que un fardo de doctrinas y prácticas formales, de gran lucidez y rigor intelectual, pero completamente apartadas de los intereses humanos vitales.