Estamos en Cesarea, una localidad costera de Israel, y un hombre sube al escenario de un cabaret, pequeño y lleno de humo. Se llama Dóvaleh. Su cuerpo es poco más que piel y huesos, viste unos pantalones remendados y una camisa mediocre, pero unos tirantes rojos y las enormes gafas de concha negra le distinguen.
Entre el público asoma un juez jubilado que había compartido con él la adolescencia y que ahora vive solo, resignado a la muerte de la mujer de su vida. El hombre escucha, el cómico habla, gesticula... Al rato se acaban los chistes y empieza la evocación de los días en que los dos jóvenes paseaban juntos al salir de clase. En el escenario desfila la vergüenza de Dóvalech por sus orígenes humildes, con un padre barbero que intentaba mantener a la familia a base de trapicheos, y la figura de la madre adorada. El juez empieza entonces a recordar: de pronto las ganas de escribir llenan de notas las servilletas que tiene a mano, y entre palabras y miradas el pasado llega al presente.
Allí está el dolor de dos hombres y de un pueblo entero que se obstina en mirar el mundo cabeza abajo. Es espectáculo acaba, pero la vida sigue y la ironía nos ayuda a caminar.
Reseña:
«Cualquier cosa que toque Grossman, de la más trágica a la más vulgar, se convierte en poesía.»
Wlodek Goldkorn, La Repubblica