Tengo casi treinta años, soy gordo y me dicen Pochoclo. Las publicidades
de hombres con abdominales marcados son una demostración de lo que nunca
seré. Ni las largas sesiones de gimnasio, ni las dietas más
estrafalarias, ni siquiera una racha atroz de negativas a la hora de la
conquista amorosa lograron tornear mi abdomen. Soy lo que las abuelas
llaman «morrudo», pertenezco a ese espécimen que las madres dicen «tiene
huesos grandes», los técnicos de fútbol denominan «pesados"» y las
novias
«gordito».
Después de un eterno peregrinar por doctores y doctorcitos, licenciados
e iluminados con dietas mágicas, chamanes y chantas, toqué fondo. La
balanza marcó más de tres cifras y numeró lo que mi cuerpo ya sabía y la
ropa indicaba a fuerza de apretujones. ¿Qué hice? Reírme, como se reirá
usted con este libro. Porque decidí someterme a los tratamientos más
ridículos, participar de cuanto grupo existe para adelgazar, tolerar a
abuelas que cuentan que pican de la papilla de sus ni