George MacDonald (1824-1905) tiene un papel de testigo y creador literario de esa herencia cristiana británica que ha florecido en el siglo XX en la imaginación teológica de autores cristianos más conocidos que él, como G. K. Chesterton, C. S. Lewis y J. R. R. Tolkien. Es el maestro de la mitopoiesis, según Lewis, es decir, de la creación de imágenes que expresan en su misma configuración el siempre-más que hay en todas las cosas y que señala hacia la alegría de Dios cuando creaba todas las cosas. Vio que todo era bueno, dice el libro del Génesis, y esta mirada amante de Dios sobre el mundo sigue siendo la luz indeficiente que nos lo desvela en su misteriosa verdad. MacDonald ha invitado a las generaciones siguientes que lo han seguido a no dejarse vencer ni po la sospecha ni por el cinismo ni por el resentimiento, y ha recordado que la tarea del poeta y sus lectores es mantener en la tierra el tono de la bendición que se canta en el cielo. El poeta, que conoce la evidencia de la humilde majestad del amor, nos purifica la imaginación y la mirada para que también nosotros sepamos que no hay nada banal, no hay nada que no nos mueva a la alabanza de Dios.