Entusiasmado por la noticia, y alentado por sus irrefrenables y reivindicativas «ganas de hablar», Cigala pide que le pongan su nombre a la hasta ahora llamada calle Silencio, como compensación por cuanto, aunque parezca mentira, ha tenido siempre que callar. Con esas mismas «ganas de hablar», y hasta la fecha fijada para el acontecimiento, se lo irá contando todo, día a día, no sólo a su senil y silenciosa hermana Antonia, con la que vive y a la que cuida, y a sus clientas, y a la Fallon, y al curita Pelayo, sino también a sí mismo y a los fantasmas de su pasado, y se enfrentará a la pitracosa Purita Mansero y a todos los que se escandalizan porque le quite la calle nada menos que al Cristo del Silencio, cuya cofradía pasa por ahí cada Miércoles Santo.
En Ganas de hablar, Eduardo Mendicutti reconstruye, por medio de apasionados soliloquios, la vida de un personaje que se reconoce en otros mujeres, inmigrantes, gente fina venida a menos y que reclama su derecho a recordarlo todo. Y lo hace recreando de manera prodigiosa un combativo y colorista lenguaje coloquial, ya en peligro de extinción, que acaba por erigirse en el otro gran protagonista de la novela.