AUNQUE DE ALGUNA MANERA siempre hubo interés por relacionar los procesos psicosociales y los jurídicos, y a pesar de que existen importantes antecedentes, incluso en España (Mira i López, 1932, quien publicó el primer manual de Psicología Jurídica en nuestro país), sin embargo el psicólogo social se ha mantenido tradicionalmente al margen de las cuestiones legales y de las cuestiones jurídicas, y sólo recientemente ha empezado a preocuparse por este campo, eso sí, cada vez más. De hecho, hay que esperar a 1980 para que aparezca en nuestro país otro manual de Psicología Jurídica, el de Muñoz, Bayés y Munné (1980). Pero con el crecimiento de la Psicología Social, y su expansión sobre todo por los ámbitos aplicados, está surgiendo también aquí una cada vez más potente Psicología Jurídica. Y es que las implicaciones mutuas entre el mundo jurídico y el de la psicología son numerosas. «A fin de cuentas, el Derecho y los sistemas de administración de justicia no son más que intentos, decantados y cristalizados a través de un proceso histórico, de regular la convivencia social, de reducir y resolver el conflicto que la interacción produce inevitablemente... No hace falta ser muy psicologicista, ni caer en tentaciones corporativas, para concluir que los conocimientos sobre el comportamiento deben ser una herramienta fundamental en el análisis y comprensión de este proceso. La psicología se sitúa así en una atalaya privilegiada desde la que observar a sujetos, grupos e instituciones implicadas. Y, desde luego, esa psicología que lleva lo social por apellido no puede renunciar a tener como alguno de sus objetivos más queridos aquello que tenga que ver con la ley: su inspiración, su violación y castigo, la prevención del delito, sus causas y explicaciones, las instituciones carcelarias, las posibilidades de reinserción de los delincuentes, etc. (Sobral, 1996, p. 254)». Por otra parte, en este libro mostraremos numerosos casos en que, en contra de lo que muchos profesionales del Derecho creen, la Psicología y la Psicología Social están encontrando y construyendo en sus investigaciones una serie de fenómenos que no sólo van más allá del sentido común, sino que incluso le contradicen abierta y frontalmente. Al lector le sorprenderán muchos de estos hallazgos psicológicos y psicosociales. Pero es que además de sorprenderlos, puede serles de gran ayuda en su práctica profesional, tanto en la testificación, como en las ruedas de reconocimiento o en sus investigaciones sobre casos criminales como pueden ser violaciones o asesinatos. Es cierto que, «la Psicología Jurídica a lo largo de las apariciones esporádicas antes de los años ochenta del siglo XX y en su prolífica aparición y asentamiento durante los últimos 25 años, ha estado siempre a merced de la ciencia jurídica, quizá, como analiza acertadamente Carson (2003), por el simple hecho histórico de que el Derecho existe desde que las personas comenzaron a convivir, lo que les ha obligado a definir y redefinir conceptos que pueden escapárseles a los psicólogos; quizá, simplemente, porque el Derecho es el poder y conoce las reglas fácticas de la convivencia y el poder no se deja juzgar sino que juzga e impone sus normas, como bien ha señalado la llamada criminología crítica (Garrido y Herrero, 2006, p. 33)». Pero también debe ser cierto, como añaden Garrido y Herrero, que «hacer hoy leyes o aplicarlas sin tener en cuenta los hallazgos de las ciencias sociales es, cuando menos, una temeridad. Pero no lo es menor llevar a cabo investigaciones en Psicología Jurídica alejadas de las necesidades que tienen quienes han de dictar leyes o sentencias». Para mostrar, ya desde estas primeras páginas, la utilidad que puede tener la Psicología para el Derecho recordemos, por no poner ahora sino un solo ejemplo, que una de las principales causas de los errores judiciales son precisamente las identificaciones erróneas de los testigos presenciales y los errores no intencionales en las testificaciones. Veamos un sorprendente ejemplo real, expuesto por Loftus, Green y Doyle (1990) sobre el conocido caso del psicólogo Donald Thomson, quien participó en un debate televisado sobre el tema del testigo presencial. Posteriormente sería arrestado y acusado de violación e identificado por la víctima en una rueda de reconocimiento. Thomson consiguió de la policía detalles de la violación, descubriendo que había ocurrido en el mismo momento de su aparición en la pantalla, con lo que tenía una coartada perfecta. Más tarde la investigación mostró que la mujer había sido violada mientras veía la imagen de Thomson en el televisor, de forma que había fusionado mentalmente la imagen de éste con la del agresor. Pues bien, aunque el caso de Thomson es un caso muy especial, no es raro encontrar otros muchos ejemplos similares. Así, Milagros Sáiz (2002) llevó a cabo un experimento en la Universidad Autónoma de Barcelona en el que un grupo de estudiantes fueron testigos de un asesinato, presentado a través de una filmación en la que una joven que estaba conversando en el interior de un coche con un hombre de color fue asesinada por otro hombre, también de color, que disparó desde otro vehículo que se detuvo unos breves instantes. Los resultados mostraron que la mayoría de los estudiantes, en concreto el 60%, cometieron un importante error de reconocimiento: en la rueda de reconocimiento que se preparó a través de fotogramas de películas y en la que entre los presuntos culpables se hallaban tanto el hombre que acompañaba a la mujer asesinada como el verdadero asesino, eligieron erróneamente al primero creyéndole el real ejecutor del asesinato. Pero lo grave es que, como dice Wells (1993), «las falsas identificaciones ocurren con sorprendente frecuencia en los experimentos y la mayoría de la gente tiene demasiada confianza o fe sobre la evidencia y la identificación aportada por los testigos». Y más grave aún, si cabe, es el hecho de que un testigo que hace una falsa identificación, a menudo, es tan persuasivo como un testigo que hace una identificación exacta o correcta, y, sobre todo, que son frecuentes los casos de persona que han sido consideradas culpables en base a la aceptación del testimonio de los testigos presenciales que han incurrido en errores involuntarios. Frente a todo esto, la Psicología del testigo intenta determinar la calidad de los testimonios que sobre delitos y accidentes presentan los testigos presenciales. No olvidemos que Psicología y Ley son dos fenómenos absolutamente inseparables por la sencilla razón de que, como señalan Garrido y Herrero (2006, p. 5), en pocos escritos se encuentra tanta Psicología como en los textos legales. Digamos que la función del Derecho fue hacer psicología antes incluso de que existiera la Psicología. Pero ahora que existen ambas disciplinas, Psicología y Derecho, están condenadas a entenderse y a colaborar entre sí, si realmente quiere cada una de ellas comprender cabalmente su campo de estudio. Y, con toda seguridad, más útil le será la Psicología al Derecho que al revés, pues los profesionales del Derecho y la Ley (jueces, abogados, policías, criminólogos, forenses, etc.) trabajan con personas, y es la Psicología la disciplina que estudia la conducta humana y los factores que la dirigen (cogniciones, sesgos cognitivos, emociones, pasiones, estereotipos, prejuicios, influencia del ambiente, etc.). Espero que la lectura de este libro sea capaz de convencer a sus lectores de lo que acabo de decir, caso de que algunos no lo tuvieran ya claro antes de leer este libro. Al fin y al cabo, por no poner sino un ejemplo, cada sentencia judicial está contaminada, en mayor o menor medida y lo quiera o no lo quiera el juez que la ha emitido, por las actitudes, los estereotipos, los prejuicios, la ideología, etc., del propio juez, así como por factores sociales y colectivos como la alarma social, el hecho de que haya sido muy publicitada por los medios de comunicación, etc. Y si esto es así en los veredictos de los jueces, ¿qué deberíamos decir de los veredictos o toma de decisiones de los jurados, que, al constituir un grupo, se ven afectados, además, por los procesos grupales que rigen el comportamiento de los individuos dentro de los grupos y el del grupo mismo? Por otra parte, el término Psicología Jurídica tiene dos grandes significados, como luego veremos mejor: tiene un significado estricto, refiriéndose esencialmente a las aportaciones que puede hacer la Psicología y particularmente la Psicología Social en la Sala de Justicia, y tiene también un significado más amplio de forma que puede abarcar todas las aplicaciones de la Psicología y especialmente de la Psicología Social al campo de la Ley y del Derecho y que, como luego volveremos a decir, tal vez sea útil y oportuno llamarla Psicología Judicial, para distinguirla de la Psicología Jurídica. Es en este segundo sentido, en el amplio, en el que tenemos que subrayar que el ámbito de la Psicología Jurídica, o mejor Psicología Judicial, es muy amplio y diverso (Psicología Jurídica propiamente dicha, Psicología Forense, Psicología Policial, Psicología Criminal o Criminología, etc.). De hecho, si se examinan los numerosos manuales existentes en este campo podrá constarse que incluyen temas tan diversos como los de la testificación, la psicología de las sectas, el acoso laboral, la violencia de género, el abuso sexual a niños y niñas, la protección de menores, la psicología del terrorismo, etc. Pues bien, este texto pretende hacer un análisis relativamente profundo y exhaustivo de lo que podríamos llamar la Psicología Judicial para criminólogos, con lo que, por fuerza, deberemos concentrarnos sobre todo en dos de los ámbitos de la Psicología Jurídica antes apuntados: la Psicología Jurídica en sentido estricto, que constituirá la primera parte del libro y que desarrollará en profundidad algunos de los temas más relevantes tanto para abogados y jueces como para psicólogos, policías criminólogos y otros profesionales de la Ley y del Derecho, en especial todo lo relacionado con lo que podemos llamar psicología del testimonio. Más en concreto, y en coherencia con lo anterior, en este libro analizaremos ante todo las relaciones entre la Psicología y el Derecho (capítulo 1), así como los problemas de la declaración de los testigos, sean éstos adultos (capítulo 3) o sean niños (capítulo 4). Igualmente, y una vez vistos los problemas de la testificación y de la propia memoria humana, trataremos la toma de decisiones judiciales tanto de jueces como, sobre todo, de jurados (capítulo 5), decisiones enormemente complicadas y difíciles si tenemos en cuenta no sólo los sesgos de percepción y memoria de los individuos, sino también los derivados de aspectos tan humanos como la categorización social (de donde derivan los estereotipos y los prejuicios) o la psicología de los grupos. Pero siempre basándolo en un análisis relativamente profundo de la irracionalidad humana (capítulo 2), incluyendo los sesgos de percepción y de atribución así como los heurísticos y los problemas inherentes a la memoria humana, dado que el ser humano es ante todo un ser social y emocional más que cognitivo, por lo que se hace del todo imposible la «metáfora computacional» que parte de la base de una identificación excesiva y errónea entre el cerebro humano y el ordenador. De otro lado, la que podemos considerar la segunda parte del libro incluye cuatro capítulos que deberían ser incluidos en la Psicología Criminal o Criminológica. De hecho, veremos las principales relaciones entre la Psicología Social y la Criminología (capítulo 6), diferentes aplicaciones psisociales a la investigación criminal (capítulo 7), la Psicología Social del comportamiento sectario, incluyendo dos ámbitos, el de las sectas y el de los grupos terroristas (capítulo 8) y, finalmente, un fenómeno que cada día adquiere más resonancia y, a medida que es más y mejor conocido, más alarma social produce, dado el enorme dramatismo de sus efectos. Me refiero al acoso laboral o mobbing (capítulo 9). Finalmente, se añade una amplísima bibliografía que incluye todas las referencias citadas señalando con un asterisco aquellas cuya lectura se aconseja especialmente para una ampliación de los temas aquí tratados.