Los biógrafos han enmarcado el abandono de su ducado de Gandía y el abrazo a la vida jesuítica con los contornos dolorosos de las muertes de la emperatriz y de su esposa. También se han destacado algunas de sus especiales actitudes, como la humildad y penitencia. Pero otras, como la prudencia, la alegría, la generosidad y disponibilidad total para servir a su patria y a la Iglesia han quedado difuminadas a causa de un exagerado empeño por engrandecerle desgajándolo del mundo en que vivió. Ha sido trasladado del siglo XVI al XVII porque las primeras biografías se sirvieron de testimonios de los procesos de beatificación y canonización muy posteriores a la fecha de su muerte. Sus descendientes, en esos momentos en la cúspide del poder, idealizaron su figura. Así quedó descarnado en muchos, aspectos, especialmente en lo referente a su humanidad, flaquezas y desengaños, luchas y tensiones. Todo lo referente a sus opciones político-religiosas fueron sublimadas sin más; bosquejadas así, someramente, con el adorno de su santidad.