El profesor Tobías McIntosh se mira en el espejo porque no recuerda que se ha vuelto invisible. Quienes lo conocen bien aseguran que, a pesar de lo incómoda que resulta su situación actual, no va a perder el control, no emitirá un angustiado grito ni se lanzará al vacío desde la terraza.
Todo parece indicar que el profesor Tobías McIntosh está siendo testigo de su propio funeral: nadie le habla, nadie lo ve, mientras el ataúd de turno va del altar de la iglesia a la carroza que encabezará la marcha fúnebre. ¿Qué le está pasando?: ¿es invisible o no es? ¿Por qué cantan esas tristes canciones inglesas? ¿Toda esa gente vestida de negro lo está llorando a él? ¿Acaso murió el día que le habían vaticinado? ¿Sufrió un infarto, un golpe en la cabeza, una caída de avión?
Sus padres, que fueron el amor de su vida, murieron nueve meses atrás. Y lo más probable, ya que nadie busca consuelo en su hombro, es que esté muerto. Y que sus últimos meses de vida, una despedida de sus legendarias clases de Física, de la relaciones que logró construir en vida y de una pesada forma de ser en la que vivió encerrado como en una jaula, le hayan servido para morir en paz como al patito feo de Andersen le sirvió su recorrido para poder soportar su imagen en el agua.