Corre la década del cuarenta y aún se escuchan en el barrio de Barracas los ecos de un acontecimiento histórico, en el cual se refleja la protagonista y que la llevará más allá de sus límites. Enclavada en el atrio de la Iglesia de Santa Felicitas, la escultura seglar de la mujer cuya historia se convierte en la raíz de su delirio, toma vida dentro del mármol y ella atiende a su voz casi inaudible. La penumbra de un zaguán revestido con azulejos ingleses decorados, cobijará el amor de la muchacha estremecida bajo las caricias de un hombre que no le pertenece. La transgresión desata en ellos una pasión tormentosa. Sobre los adoquines de las calles amplias y arboladas, resuena la música de un tango que los enlazará sin remedio, mientras las madreselvas trepadas en los muros despiden su fragancia enamorada. En la rivera de las aguas espesas y fangosas del Riachuelo, se hamacan los juncos florecidos en amarillo.