Alberto es un ser solitario y desencantado a quien las circunstancias han empujado a tener que cuidar de su madre enferma, la cual ya no conoce y necesita de su hijo para alimentarse, para ir al baño, para mantener una precaria existencia.
Alberto carece de amigos. La mala alimentación, el desorden, le han convertido en un ser obeso y anquilosado, carente de aficiones, de pasiones, tan sólo ver la televisión para no pensar. Su vida es un discurrir monótono hacia el abismo, y su única compañía son sus recuerdos, recuerdos de cuando estudiaba, de cuando todavía vislumbraba un atisbo de esperanza.
Es alcohólico desde que terminó la Universidad tardíamente, con treinta años, cuando la sociedad le exigía hacer algo, trabajar, poner en práctica lo invertido. Pero entonces tuvo miedo y se decidió por la inacción. La idea de quedarse en casa con su madre le había parecido más sencilla. ¿Por qué luchar? ¿Para qué conseguir un trabajo? ¿Por qué perder el tiempo con todas esas cosas si podía comer manejando la pensión de su madre?
Ya adentrándose en la madurez comprende que todo lo que ha hecho no le ha servido de nada. De pronto, su agónica aunque previsible existencia cambia: es acusado por desatender a su madre. Entonces, a la espera de juicio por desnutrirla, por no darle de beber, por no besarla, por no limpiarla, decide emprender una huida hacia si mismo, hacia su pasado, e inicia la furiosa búsqueda de aquellos que se habían cruzado en su vida, que habían sido sus amigos, de esas escasas mujeres que había besado; pero no para ser redimido, sino para intuir por qué ha llegado a esa situación carente de esperanzas. Esa búsqueda le llevará a deambular por el laberinto urbano de Vigo, viviendo situaciones imprevisibles, entrelazándose en historias que en un principio parecían vedadas, llevándole cada vez más y más cerca de su propio abismo.