Jesús, en el momento de su vuelta al Padre, no deja abandonados a los que el Padre le había encomendado: no os dejaré huérfanos (Jn 14,18). Les enviará el Espíritu Santo, el defensor, para que permanezca con ellos hasta el final de los tiempos. Se le llama el defensor porque es la fuerza de Dios que obra en la comunidad. Ante un mundo que sueña con construirse sin Dios o al margen de Dios, como en una nueva construcción de la torre de Babel, corremos el riesgo de caminar decididamente hacia el fracaso. El Espíritu Santo se nos ha dado para permitir que el mundo encuentre de nuevo, por la comunión con Dios, la unidad perdida. Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios, nos dice san Pablo (1Cor 2,11).
No es suficiente que nos acordemos del Espíritu en el Domingo de Pentecostés, sino que debe convertirse en el alma de nuestra vida. El mismo Espíritu que descendió en Pentecostés sigue actuando en la Iglesia y en cada uno de nosotros con su gracia y sus dones, en los sacramentos y en nuestra oración: Nadie puede decir: Jesús es el Señor, sino guiado por el Espíritu Santo.