Al escribir estos relatos inspirados por su amor a los animales, el autor no hizo otra cosa que dar rienda suelta a una pasión innata. Rehusó oponer resistencia a la seducción que sobre él ejerce la naturaleza y se dejó llevar, mas no sólo por lo salvaje, sino también por la etnografía. Y fue así como la arquitectura tradicional; el hechizo de los corrales y establos; el enigma de las bodegas, pajares y cámaras; el misterio de la oquedad donde se agitan los gazapos; junto con el sabor mitológico-festivo de las aventuras presenciadas en el cine de verano, concebido como elemento consustancial al mundo rural de su infancia, vinieron a compartir plano con las selvas evocadas en la niñez, los olivares, las huertas, los patios y el río. Y puesto que, a estas alturas, tan mítica le resulta la figura de Hércules como la visión de la aldea cuya armonía ambiental pervive milagrosamente intacta en el tesoro de su patrimonio inmobiliario etnográfico, cargó con todo ello y, conducido por la inteligencia de esas criaturas maravillosas, inocentes y descaradas que deambulan por los tejados, asoman en los graneros o levantan la pata para orinar donde menos conviene, quiso adentrarse en la fábula, donde toda relación es posible, y, salvando las barreras de especie, abandonarse a la fantasía erótica, que mucha es la sensualidad y mucha la ternura como para pretender embridarlas.