Algunos querrán ver en este relato escrito en romance, una crítica agria, feroz, y hasta un cierto grado de ensañamiento hacia la clase política. Puedo asegurarles que esta no ha sido mi única intención. De otra parte los cargos políticos, en el desempeño de su actividad pública, son y deben ser susceptibles a la crítica por razones evidentes. Pero mi actitud va más allá de la mera reprensión, es ante todo una crítica constructiva en toda regla, eminentemente con la intención, de que rectifiquen sus actitudes y comportamientos de una vez por todas. Esta regañina va dirigida también a nuestra sociedad, que a lo largo de estos años, por momentos ha pecado de desidia-salvo honrosas excepciones- dejadez, poca cabeza, y de un pasotismo nada edificante. Por otra parte decirles a esta casta, que en democracia es sano y conveniente, aprender a conjugar y practicar el verbo dimitir. Al político se le debe exigir, lo que le es dado a la mujer del César-no sólo ha de ser honrada, sino parecerlo-y nunca más escudarse en la monserga tan socorrida de la presunción de inocencia, pues de eso ya se ocupa por añadidura el Estado de derecho.