La poesía de Darío Ruiz Gómez se ha caracterizado por hacer de la imagen la estructura lógica del recuerdo como construcción de un pasado que no es biografía sino la necesidad de contar con un espacio imaginario para que la expresión se sienta a resguardo de los atropellos y desgastamientos que imponen las economías, las modas en boga. Lo lírico como purificación de la palabra ante la conciencia del naufragio y la responsabilidad estética asumida como el propósito de un derrotero marcado por su continua exploración de nuevas fronteras. Memoria sí, pero memoria de lo imaginario. Lo íntimo no es por lo tanto el rechazo de la vida sino el intento de delimitación por la palabra de un ámbito específico. De ahí la determinante presencia de las geografías, de las arquitecturas, hitos de un transcurrir existencial que, como diría Levinas, necesitan de un refugio para la cavilación recuperando la antigua alianza del lenguaje con el invisible orden del mundo. Este libro da fe de un tránsito hacia la exterioridad ya que es en ésta donde el sentimiento de pérdida de lo más amado busca la respuesta necesaria a un reclamo decisivo sobre los significados de la caducidad del ser, sobre la transitoriedad del sentimiento en medio de un paisaje devastado del cual han desaparecido los lugares sagrados, las referencias de una promesa que debe cumplirse. No la orfandad sino la constatación de la pérdida de un legado que hace más inhóspitas las ciudades, el paisaje nocturno de las grandes vías. Reclamo de quien habla a solas, enajenado en la ausencia del significado. Esto conduce a un planteamiento del poema como quebrado relato del destierro. Las imágenes del padre y de la madre se sitúan en los caminos de los desplazados, arrasados los escenarios de la infancia, el propósito consiste en fijar en el tiempo las imágenes rescatadas de este tránsito como respuesta al olvido y como apertura de indicios necesarios en este trajinar incesante. Al deslocalizar el escenario tal como lo hace Cernuda desechando las llamadas tradiciones locales, el paisaje del mundo aparece como un espacio ilímite, poblado de preguntas, indicios, huellas borradas para el peregrino que avanza y retrocede aferrado a imágenes de las cuales es depositario único.