Una parte sustancial de los mecanismos para indagar y probar la comisión de delitos se basa en el examen de novedosas fuentes o soportes de datos. Nos referimos a formatos electrónicos, a bases de datos recopilados preventivamente (videovigilancia, tráfico de telecomunicaciones, perfiles identificadores de ADN, etc.) o, incluso, a las llamadas "actividades de inteligencia". Estas nuevas formas de obtención de información han irrumpido ya hace tiempo en nuestro proceso penal y, sin duda, lo han hecho para quedarse. Pero la ausencia de un claro fundamento normativo condiciona y lastra la recopilación de información, su utilización, su valoración e incluso, en ocasiones, permite poner en duda su licitud. No deja de producir sorpresa el enorme contraste que se pone de manifiesto cuando diligencias de investigación novedosas pero habituales, de las cuales se quiere obtener un resultado probatorio válido, no tienen más opción que la de realizarse al amparo de unas normas procesales penales que siguen ancladas en el pasado remoto.