En el otoño de 1878 el pintor Paul Ratier debe abandonar apresuradamente París rumbo a Santander. Al joven lo aguarda un auténtico reto: será contratado por Marcelino Sáenz de Sautuola, un hidalgo cántabro aficionado a las ciencias naturales y a la arqueología, para realizar la copia de las pinturas rupestres que acaba de descubrir en Altamira.
Paul, discípulo de Delacroix y amigo de Baudelaire, un genuino romántico al que su sordera lo ha dotado de una sensibilidad especial, sabrá percibir en los animales milenarios pintados en la cueva una muestra del latido secreto que tienen las obras maestras. Solo un verdadero artista como él fue capaz de entender el misterio de las pinturas rupestres más asombrosas del mundo.
A medida que se sumerge en su trabajo, y mientras mantiene por correspondencia la llama de su amor por la inalcanzable Adèle, se forjará una profunda amistad entre Ratier y Sáenz de Sautuola. Amistad que se afianzará cuando tengan que enfrentarse a los prejuicios religiosos de su tiempo y, sobre todo, cuando la autenticidad de las pinturas sea puesta en duda por toda la comunidad científica, con el eminente Émile Cartailhac a la cabeza.