El tratamiento de los seres vivos en la obra de Robert Walser no se distingue por la humanización o el anhelo del estado salvaje, sino que supone más bien una reflexión lúdica, aunque en absoluto inofensiva, sobre los lazos del hombre con las criaturas, que a menudo le acompañan como vecinos mudos e indefensos a los que, en su calidad de amo, se ve obligado a mandar o justificar. Sus gatos, ratoncitos, gorriones o puercoespines son, en ocasiones, bestialmente serios, y otras veces, de una conmovedora sensibilidad. Walser se muestra tan fascinado por su carácter doméstico y servicial como por su inimitable identidad, una doble vertiente que es también la de la compleja relación del individuo con la cultura y la sociedad.