Cuando los habitantes de los suburbios encontraron a Teo flotando en el río, lo primero que se les pasó por la cabeza fue vendérselo a los anticuarios de la ciudad. Teo era -y seguramente sigue siendo- un autómata bicentenario, hecho de oro, plata y marfil. Sin embargo y a pesar de que un solo dedo del autómata les hubiera sacado de la miseria a todos, pronto abandonaron tal idea puesto que Teo podía, hablar, comer, rascarse, correr, sentir curiosidad y en definitiva hacer todas aquellas cosas que hace un niño de diez años.