Somos inteligencias emocionales. Nada nos interesa más que los sentimientos, porque en ellos consiste la felicidad o la desdicha. Son lo más íntimo a nosotros y lo más ajeno. Actuamos para mantener un estado de ánimo, para cambiarlo, para conseguirlo. No sentimos lo que querríamos sentir. Somos depresivos cuando quisiéramos ser alegres. Nos recomen las envidias, los miedos, los celos, la desesperanza. Desearíamos ser generosos, valientes, tener sentido del humor, vivir amores intensos, librarnos del aburrimiento, pero nos zarandean emociones imprevistas o indeseadas. Incluso un sentimiento tan tranquilo como la calma nos «invade». Podría leerse la historia de nuestra cultura como el intento de contestar a una sola pregunta: ¿qué hacemos con nuestros sentimientos? El autor cree que, ante todo, conocerlos. Para ello se interna en el laberinto sentimental, con la colaboración de la psicología más actual y de la filosofía de todos los tiempos. Encuentra pasiones violentas y afectos tranquilos, sentimientos próximos y emociones exóticas. Estudia cómo el niño construye su mundo sentimental, y cómo el adulto se encuentra viviendo en una casa tal vez inhabitable. En el laberinto se tropieza con ilustres visitantes: Rilke, Kafka, Proust, Sartre, Riambaud, Kierkegaard, Don Nepomuceno, Carlos de Cárdenas y un misterioso personaje llamado G. M. Las conclusiones son sorprendentes. Es posible elaborar una ciencia de los sentimientos, sin necesidad de congelarlos. Los sentimientos son mensajes cifrados, cuya interpretación nos permitiría conocer la ignorada textura de nuestro corazón. Los hombres han querido siempre cambiar, dominar, mejorar su estado afectivo. Queriendo estudiar la vida emocional, el autor dice haber encontrado el origen de la ética, que no es más que la inteligencia puesta al servicio de la afectividad.