EL HOMBRE ENAMORADO DE SU SOMBRA Despertó sobresaltado al recibir sus oídos el impacto trepidante de la alarma del despertador. De un manotazo la hizo callar. Eran las siete de la mañana de finales de septiembre y empezaban a despuntar las primeras luces de la aurora. Amadeo, así se llamaba, de sesenta y bastantes años, pues era reacio a manifestar su edad, era achaparrado, destacando en su cara, en la parte opuesta al lagrimal del ojo izquierdo, una enorme verruga que afeaba su aviejado rostro, el cual descansaba sobre una prominente papada. Una hilera de hormigas negras sombreaba su labio superior y su poco pelo, teñido de negro azabache, se dirigía de izquierda a derecha tapando una más que incipiente calva. La oscuridad todavía se enseñoreaba de la habitación. Se sentó en la cama, tanteó el lecho con su mano izquierda como si buscara algo, y cambiando de postura acertó con su mano derecha el botón de la lámpara de la mesilla y de ella surgió al instante la luz que ahuyentó las tinieblas del cuarto. Miró a su lado izquierdo y... la cara de Amadeo se iluminó de alegría, allí, a su lado, como prolongación de su cuerpo, estaba ella: ¡su sombra!