En la cubierta del primer volumen de sus diarios, Francisco Candel escribió: «Quien quiera que seas, si por casualidad tropiezas con este cuaderno, no cometas la indiscreción de leerlo». Sin embargo, con el tiempo cobró conciencia de su interés como testimonio incalculable de una época y de sí mismo. Candel fue un hombre de frontera, entre el precario mundo que le vio nacer, al que sería fiel en su obra toda la vida, y el mundo letrado catalán, al que se incorporaría contando solo con su intensa vocación por la literatura. Este volumen se cierra con la muerte de Franco, un hecho que se convertiría en una obsesión para él, pues significaba el fin del autoritarismo político.
A lo largo de su obra, Candel recorrió ampliamente su propia biografía, pero los diarios, escritos con una minuciosidad conmovedora, ponen de manifiesto la coherencia entre vida y obra; la creencia en la responsabilidad universal a la manera en que la sintieron los escritores rusos: cada uno de nosotros es responsable ante los demás por todo lo que ocurre. Tal pensamiento le condujo a una estética de un realismo radical, donde solo tenía cabida la verdad de lo observado por él. Los diarios recogen la épica cotidiana de la gente que sufre, a la que acecha la miseria y a la que Candel dota de una particular elevación moral. El gran dolor del mundo también da cuenta de sus preocupaciones, de su lucha por ser un escritor, más allá de la precariedad de sus orígenes, sus problemas con la censura, sus angustias metafísicas, la vida cotidiana bajo el franquismo o la difícil felicidad conyugal.