Interno en un seminario desde que su madre lo abandonara, el preadolescente Elías recibe un raro encargo del padre Damián: que vaya a casa de Blanca Valente, una poetisa enferma, para acompañarla en sus últimos momentos y darle confesión. Sin saber muy bien qué se hace en esos casos ni por qué no ha ido el propio padre Damián, Elías acude, temeroso, a casa de la poetisa, un lugar extraño y silencioso en el que irán confluyendo una serie de personas tan desorientadas y perdidas como el mismo Elías: la criada de la casa, una mujer marcada por la huida de un hijo al que tal vez nunca quiso; un joven profesor que escribe un trabajo sobre la obra de Blanca Valente; una chica rebelde que huye de una madre a la que odia; los hijos ignorados de la propia poetisa.
Mientras Blanca Valente, encerrada en su dormitorio, avanza en soledad hacia el final del camino, al otro lado de la puerta todos irán tomando conciencia del desasosiego de sus propias vidas, lastradas por diversos modos de abandono, por demasiadas ausencias, por demasiados silencios.
Como ya hiciera en Belfondo, su primera novela, Jenn Díaz construye con una prosa de apariencia ingenua, un edificio literario de enorme poder simbólico y ahonda sin miedo en la cara más perturbadora de los sentimientos humanos, y en especial, del amor vinculado a la maternidad y sus contradicciones. Sus personajes, unos seres tan comunes como universales, se debaten acaso como todos hemos hecho alguna vez entre el miedo a preguntar y la certeza de obtener una respuesta dolorosa.