Vivimos tiempos en los que la religión intenta con ahínco volver a gobernar territorios hace tiempo conquistados por la política. No es un afán novedoso, pero resulta preocupante cómo algunas democracias aceptan ver mermada la laicidad por la que lucharon. La mayoría de las civilizaciones nacieron y se desarrollaron en torno a un mito fundacional que servía para organizar las vidas de sus miembros al tiempo que aislaba el hecho político, dejándolo en un segundo plano siempre tutelado por la divinidad. No parecía posible perturbar el orden de dichos designios hasta que en la Europa del siglo XVI se abrió la grieta por la que se filtraría la separación de política y religión a la que obedecen nuestras democracias y que posibilitaron la convivencia de acuerdo a leyes creadas por los hombres en lugar de las leyes de algún dios.
Mark Lilla, siguiendo la estirpe intelectual de Hobbes, Locke, Rousseau, Hume o Kant, nos ayuda a comprender la magnitud de este desafío y el precario equilibrio que lo sostiene, pues el impulso de volver a unir lo que una vez separó el hombre reaparece con frecuencia en la historia del pensamiento europeo y muy especialmente en la segunda mitad del siglo XX, donde el intento de conciliar la política con la religión derivó en peligrosos mesianismos de mortíferas consecuencias.
Revelador y polémico, El dios que no nació nos previene sobre la necesidad de protegernos de las invasiones religiosas que pretenden acabar con el legado de la Ilustración, representado por los pensadores occidentales que encontraron el camino para liberar la política de la autoridad de dios. Una exitosa pero frágil construcción que es necesario conservar.