El jurista clásico que acuñó la definición del abogado como vir bonus dicendi peritus tuvo que presentir a Ataúlfo López-Mingo Tolmo. Como sin duda presintió que los tiempos tormentosos y confusos que iban a suceder olvidarían pronto los dos términos del concepto. Que, bueno es recordarlo, deben hacer su andadura por el camino del Derecho, juntos e inseparables. Con un matiz: el hombre bueno, puede quizá, con más o menos esfuerzo, llegar a saber derecho y ser un experto en decirlo. No sucede lo mismo en sentido contrario, porque quien no es bueno, por mucha ciencia que albergue, nunca será abogado.
Ataúlfo es paradigma del abogado. Con ello no entro en juicios de valor, ni menos, Dios me libre, de comparación. Hemos perdido tanta sensibilidad para la sustancia de las palabras que decir de alguien: ?ese es un abogado? parece significar poco. Como si el dicho quedara alicorto. Y conste que en Ataúlfo los términos de desequilibran, ya que quizá sea ?bonus? en exceso. El sabrá si tomar esta observación como elogio o como advertencia.
Sin embargo, yo sé bien lo que quiero proclamar cuando afirmo que Ataúlfo es un abogado. Y se bien lo que digo, porque soy testigo de su fe en la justicia, de su esperanza en conseguirla y de su conciencia plena de que fe y esperanza conllevan esfuerzo, batallas y empeño incluso en causas perdidas, pero justas, que el varón bueno y experto debe emprender y proseguir. Me honro con la amistad de Ataúlfo.
Ahora me entrega para que anteponga a la edición de ?El Derecho a la propia imagen de los modelos ?actores y actrices- publicitarios? unas palabras previas. El libro no las necesita y menos de mi procedencia. Accediendo, a pesar de todo, a su petición, debía limitarme a rendir tributo a la amistad y a la admiración. Y, acto seguido, poner mi firma y guardar silencio.
Sin embargo, la cuestión que aborda en su libro es de tal envergadura que voy a arriesgarme a proseguir por mi cuenta. Casi todos los derechos y libertades fundamentales que vertebran y dan corporeidad a la Constitución, si bien cuentan con un núcleo duro, resistente a cualquier agresión, incluso del legislador, sus irradiaciones van diluyendo los perfiles más claros conforme se alejan de la roca firme que la sustenta.
Es peliagudo pronunciarse sobre lo que significan en realidad de verdad libertades como la expresión, opinión, enseñanza y tantas otras. Todos sabemos lo que ese reducto personal e intransferible de resistencia quiere decir, sobre todo cuando se sienten invasiones externas. Pero nos pondrían en un brete si tuviéramos que explicarlo con palabras convincentes.
De estos derechos, el libro aborda uno que parece presentarse con trazo más claro: la imagen. Indudablemente, la propia imagen es inseparable de la personalidad de cada cual. Y en consecuencia, solo él podrá disponer de su utilización por extraños. Y siendo esto tan meridiano, quién no se estremece al contemplar imágenes de otras personas, en los medios de comunicación, utilizadas sin su permiso. E incluso, sin su conocimiento. ¿Es el signo de los tiempos de una cultura mediática?.
Ataúlfo aborda los problemas de una imagen muy concreta, la de los modelos publicitarios; en una primera apariencia, estas personas por propia decisión dan imagen a la publicidad. Que ello implique una retribución patrimonial o de otro tipo, incluso que constituya una profesión, es a mis efectos secundario. Es muy cierto que en estos supuestos se trataría del derecho exclusivo a que sólo se utilizara la imagen por la parte que concierta el contrato correspondiente. Pero aún esto tiene sus límites, porque el titular de la imagen tiene un derecho fundamental a que, ni siquiera en estos casos, su imagen sea utilizada con fines extraños al contrato. Y desde luego, a que jamás sea manipulada.
Ya se comprende que, a pesar de que en el subtítulo del libro Ataúlfo López-Mingo advierte que los pleitos por él dirigidos por veintiún años, podrían haber sido evitados, no habiéndolo sido, han producido una casuística complicada a través de las resoluciones de los Tribunales. Ahora bien, la casuística tendría poco interés si no se desprendiera de ellas una doctrina clara y rica que permitiera su expansión. De tal modo que podría abrirse un panorama de otros veintiún años, en los que los litigios serían efectivamente evitados.
Es mérito del libro haber diseñado con firmeza este vuelo generalizador y es más mérito todavía sacar conclusiones prácticas y orientar certeramente la opinión. La de los Tribunales sobre todo, pero también la de los interesados y, finalmente, la de todos los ciudadanos. Me complace subrayar el certero análisis de la jurisprudencia mayor y menor que se dibuja en el libro. Solo por ello, valdría la pena su publicación y comentario.
Pero, la amistad y la admiración, me obligan también a esbozar una crítica. No se la voy a ahorrar a Ataúlfo. Ignoro qué razones han motivado su prisa en editar éste libro, que no se recata en manifestar desde la introducción. Que la cuestión es urgente, va de suyo. Pero ciertamente, el libro nos sabe a poco. No por los casos tratados, sino por el alcance de su comentario. Ataúlfo queda obligado a continuar el camino emprendido, por la misma ruta que él se ha trazado. Ruta que sólo él podrá seguir.
Con un fuerte abrazo y con una viva exhortación a seguir adelante, termino mi inoportuna intervención.
Federico-Carlos Sainz de Roble