Eduardo Mendicutti ha tenido siempre el don de asombrarnos en todas y cada una de sus siete precedentes novelas. Ahora bien, con El beso del cosaco nos tenía preparada una bellísima y auténtica sorpresa. Vuelve, en cierto modo, al mundo de El palomo cojo (Andanzas 145), pero desde la memoria distorsionada por la distancia de una anciana de noventa y dos años.
Tras más de sesenta años de ausencia, Elsa Medina Osorio aparece un día en La Desembocadura, el viejo caserón familiar, que reconoce enseguida por un inconfundible olor a papas con alcauciles y al que vuelve con la intención de celebrar una gran fiesta sólo tras la cual podría morir feliz. Tal vez ese olor, tal vez su poderosa fantasía, tal vez las historiadas cartas de su hermana Magdalena, tal vez la lejanía -o tal vez todo junto- ejercen sobre ella el mágico poder de resucitar incluso a los muertos, sobre todo a aquellos que habían sucumbido al beso del enigmático Vladimir El Cosaco. Poco a poco va acudiendo a La Desembocadura la adocenada estirpe de los Medina, en particular Genaro, aquel primo algo dandy al que encontraron en una celda del convento de Madre de Dios asesinado por el joven Diego, con quien la víctima mantenía lazos, según las malas lenguas, contra natura . Nadie falta a la Fiesta de la Agonía, tampoco el deseado pero fatídico Vladimir. . .
Cuanto más compleja y rica en personajes y matices es una novela, más difícil es reducirla a un simple párrafo. El beso del cosaco , que nos ha hecho reír, pensar, evocar y estremecer, es una magnífica reflexión sobre los retorcidos y fantasiosos poderes de la memoria y, sin duda alguna, la culminación de una ya valiosísima trayectoria literaria.