Nuestra vida espiritual es una «obra de arte»; su artífice principal es el Espíritu Santo, pero se forja día a día gracias a nuestra colaboración atenta y generosa.
Cuando el alma descubre las riquezas que posee y su parte activa en la historia de la salvación, se hace más sensible a la acción de Dios en ella.
El «arte espiritual» es un diálogo constante entre el alma y Dios hecho de fidelidades, distracciones, negaciones a veces.
Estas reflexiones son pequeños «paseos interiores» para tratar de discernir y de ir puliendo sentimientos y actitudes que afean nuestro corazón y alejan de él al divino Huésped.
Esta atención interior no nos aparta de las tareas humanas y apostólicas; al contrario: nos llevará al auténtico amor fraterno que Jesús espera de nosotros y nos concederá frutos eternos, invisibles a los ojos del mundo. Pues somos obra de Dios, su escultura, su pintura, su música, su poema, su construcción.