En esta obra los sentimientos como plumas de ave se deslizan sobre trozos de seda. Es tan importante una lágrima, la caída del pétalo de una flor, como la verdad metafísica más profunda. Los personajes transitan de la mano por la senda del Tao. Fluyen con el rio, se mezclan con el murmullo del agua, se detienen en cada recodo, se pierden en los remolinos o se reencuentran en un remanso. Nos sobresalta el croar de una rana o el canto de un grillo. El canto del ruiseñor nos arranca lágrimas y el viento compone melodías. Dios no se menciona nunca sin embargo siempre está presente. Nos acompaña, nos habla, nos escucha, nos da la mano cuando nos perdemos, nos levanta en brazos cuando estamos caídos, llora con nosotros, y sonríe cuando sonreímos. Una obra de amor y de amistad en su sentido más profundo y eterno; un diálogo de corazón con corazón, de alma con alma, una sinfonía que trasciende a los propios personajes que se van superando llegando a ser la mejor versión de sí mismo ya que en el espejo del otro no se ven como son sino como pueden llegar a ser. En este viaje luchamos junto a Jacob con el ángel, nos reencontramos con Esau, nos sentamos en la piedra de Buda, nos cubren las nubes de gloria en el desierto, y seguimos por la Ruta de la Seda intentando comprender el por qué del fanatismo, de las guerras y la absurda división entre hermanos.