Ser creyente sitúa al ser humano en una posición muy especial: es aquel que ha hecho el acto vital de confiarse plenamente a un Misterio absoluto que le excede pero que le habita. La fe es, ante todo, la actitud existencial de entregarse a alguien sin condiciones. Esto es lo que de común hay en todos los creyentes, más allá de las diferencias confesionales o los contenidos concretos de cada credo.
Ser cristiano es haber descubierto ese Absoluto en Jesús de Nazaret, que por ser hombre como lo es, tan radicalmente, puede ser confesado como Dios y Señor.
Desde ahí es posible pensar en una existencia rescatada y liberada, en una Iglesia como comunidad de los testigos de lo que le sucedió a Jesús, en una ética basada en el amor e, incluso, en la superación de la muerte.
Si estas son las maravillas que Dios hace en el creyente, también Dios las hace en todo hombre y apuesta por ofrecernos a todos nuevas perspectivas insospechadas, que pasan por el valor absoluto de la persona y en el tan necesario trabajo por la solidaridad.
Y todo ello aprendido humildemente en la escucha del Concilio Vaticano II. Nada humano queda fuera de la fe, nada de la fe ignora lo humano.