Argumento de Contar Historias no Es Pecado
Bajo la piel del tiempo y sus amables arrugas en comisuras y frente, sus pechos todavía permanecían vivaces. Se le notaba la llama de la juventud que se resistía a emanciparse. Al sonreír su risa quedaba cálida pese a que de continuo se le andaba enfriando. ¡Lástima de mujer! Para cuando la conocí, sus ojos negros no eran más que brasas frías.
Los días caían del calendario al ritmo que sus tormentos renacían. Llevaba tiempo sin empleo. En el anterior el usurero de su jefe intentó acosarla en sus arranques de pasión desmedida y, cuando le plantó cara, este le indicó la puerta de salida. Desde entonces su gesto quedaba solitario y en el pozo de su alma anidaba desesperación. Su cascada de sueños no eran más que ilusiones rotas, aunque nunca hizo nada para que sus pasos quedasen apagados. Hasta la calle le hacía notar su soledad.
En sus llantos bajo el sol, sentada en el parque se dolía en banderillas cual astado herido y pensaba en su sepultura, creyendo que la vida se acababa. Miraba con disimulo al anciano que a su frente, gozoso, ajeno a la ordenanza de prohibición, lanzaba trocitos de pan a las palomas mientras les hablaba. Pero ella, en su delirio de dolor, no apreciaba más que tempestad de imágenes confusas. En un momento de dejadez, una mujer indigente se sentó a su lado. Puede que la vida tampoco le hubiese tratado con cariño, pero harapienta o no, con mugre o sin ella, conocía lo que comportan las lágrimas de dolor
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