La Monarquía de la Restauración (1875-1923) y su larga experiencia constitucional y parlamentaria pasaron a la historia sepultadas por el peso de la denuncia regeneracionista de ser aquel un régimen de oligarquía y caciquismo, y de la condena de los profesionales de la política y del parlamentarismo estéril y agonizante que el general Primo de Rivera utilizó para justificar su golpe de Estado de septiembre de 1923.
Mera «hechura» de los gobiernos, en absoluto representativas, ineficaces tanto en su tarea legislativa como en la fiscalizadora, las Cortes habrían ocupado un espacio político subordinado y secundario, carente de interés. Sin embargo, un análisis de lo que el Parlamento representaba, de las relaciones entre la mayoría y las minorías, de lo que ocurría en el hemiciclo y en los pasillos, de las reformas introducidas en el reglamento para tratar de paliar los efectos de una creciente fragmentación en el sistema de partidos, del fuego cruzado a que se vio sometido por los viejos y nuevos abanderados de la cultura antiparlamentaria, obliga a reconsiderar muchos de los tópicos acuñados y a mirar con otros ojos la crisis del régimen.